En 1816, mientras sesionaba en Tucumán el Congreso de la independencia, una de las medidas importantes que adoptó el flamante Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón, fue designar a Manuel Belgrano como jefe del Ejército del Norte. Así reemplazó -no sin fricciones- a José Rondeau. Entonces, el creador de la bandera volvió a conducir la fuerza que había llevado tanto a los triunfos de Tucumán y Salta, como a las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma.

El Ejército venía desde Jujuy. Se hizo cargo Belgrano de su comando en Trancas, el 7 de agosto de 1816, y dispuso que la fuerza marchara a acampar a Tucumán, a donde llegó el 28. Narra José María Paz, uno de los oficiales, que el Regimiento 10 se acantonó en el convento de La Merced. Otros pasaron a la Ciudadela, esa fortificación que empezó a erigir José de San Martín en 1814, al sudoeste de la ciudad. Como el edificio sólo tenía un par de galpones, Belgrano ordenó que los soldados levantaran locales suficientes para alojar a todos. La tarea se inició de inmediato.

La distribución

Paz mandaba la retaguardia, que Belgrano dispuso instalar en el convento de San José de Lules. Allí estaban ya acantonados seis pequeños escuadrones, dos de Granaderos a Caballo, dos de Granaderos de la Patria y dos de Dragones del Perú. A los pocos días, los primeros partieron a Mendoza, llamados por San Martín. Como los restantes cuerpos estaban divididos por antipatías, Belgrano los unificó en uno solo, llamado “Dragones de La Nación”. Encargó a Paz que los instruyera en táctica y en deberes militares, temas en los cuales la preparación de los “Dragones” era casi nula.

El Ejército del Norte no era ya ni sombra de lo que fue. Apunta el historiador Bartolomé Mitre que “había gastado sus fuerzas en seis años continuos de victorias y reveses”, y cuando Belgrano asumió el mando era “un cuerpo informe, casi sin vitalidad”. Se había “debilitado y relajado en la última campaña del Alto Perú y durante su vergonzosa permanencia en Jujuy”.

Un rol pasivo

Debía entonces reorganizarse a fondo, para llenar “la doble misión que le estaba encomendada: velar por el orden interno al lado del Congreso, y mantener la frontera norte contra los enemigos externos”. De todos modos, le correspondería en adelante un papel pasivo, “sin los estímulos de la gloria y el peligro, y sin esperanzas siquiera de dilatar su esfera de acción”. Esto porque ya se habían descartado las empresas militares por el camino del Alto Perú.

La esperanza residía ahora en las operaciones trasandinas, que San Martín se preparaba a iniciar. Más tarde, Belgrano celebraría las victorias sanmartinianas con entusiasmo: hizo erigir la pirámide recordatoria que –luego revestida de mármol- está hoy en la plaza de su nombre.

Subraya Mitre que “sólo un hombre de la abnegación y patriotismo de Belgrano, revestido de su autoridad moral, pudo aceptar la inmensa responsabilidad de tan oscura como difícil posición”. Aunque no fuera “el hombre de las circunstancias, era siempre reputado como uno de los primeros generales de la nación a pesar de sus derrotas”.

Pocas operaciones

El Ejército del Norte permanecería en Tucumán por dos años y medio desde entonces. Movilizaría parte de sus hombres para sofocar los alzamientos de Juan Pablo Bulnes, en Córdoba, y de Juan Francisco Borges, en Santiago del Estero. Y en cuanto a operaciones de mayor alcance, intentó solamente dos, “cuyo resultado, en última instancia, fue de ninguna utilidad”, comenta Paz.

Ellas consistieron en enviar al comandante Daniel Ferreyra a Santa Cruz de la Sierra, para reunir a los soldados que quedaban de la fuerza de Ignacio Warnes, luego de la muerte y derrota de este jefe. Pero Ferreyra terminó batido y en retirada. Más ambiciosa fue la otra expedición, que partió al mando de Gregorio Aráoz de La Madrid. Tomó la guarnición de Tarija, pero fue derrotado en Sopachay, tras intentar apoderarse de Chuquisaca. Mientras tanto, en Salta y Jujuy, los valientes gauchos al mando de Martín Güemes resistían los intentos realistas de invasión.

Férrea disciplina

Así, Belgrano debió concentrarse en evitar que la inactividad dañara al ejército. Aumentó a cuatro escuadrones la fuerza acantonada en Lules y formó un cuerpo de artillería a caballo. Sumando estos soldados a los de los regimientos 2, 3, 9 y 10 de Infantería, y los dos -Dragones y Húsares- de caballería, el total ascendía a unos 2.422 hombres con 12 cañones.

Obsesionado por conservar la disciplina, Belgrano se mostró realmente implacable. Cuenta Paz que “exigía de los oficiales una especie de disciplina monástica y castigaba con severidad las menores transgresiones. Mandó que desde las diez a las once de la noche no pudiesen estar fuera de sus cuarteles”. Esto “era muy difícil que tuviera entero cumplimiento, en un pueblo en que estaban llenos de relaciones, que no podían cultivar durante el día por tenerlo todo ocupado”. Era costumbre del general “disfrazarse e introducirse de incógnito en los cuarteles con demasiada frecuencia, y llegó a descender a la investigación de actos privados, que deben estar fuera del alcance de la autoridad”.

Causa de la dureza

En sus memorias, Tomás de Iriarte testimonia que “la vida que hacía Belgrano era tan activa y vigilante como si estuviera acampado al lado del enemigo. Una parte del día la destinaba al descanso, la otra al estudio”. Y por la noche “no dormía: montaba a caballo acompañado de un ordenanza, recorría los cuarteles y patrullaba la ciudad para ver si encontraba algún individuo del ejército”. Si eso ocurría, “la corrección era fuerte, porque todos estaban obligados a dormir en la Ciudadela”, tanto los soldados como los oficiales.

A Iriarte le impresionó, como a Paz, la dureza de Belgrano para castigar las faltas de los oficiales. Solían ser “aherrojados y recluidos en calabozos, como el ultimo soldado”. Se lo hizo notar a Belgrano, quien le respondió: “Yo conozco bien a nuestros paisanos, créame usted; pero sin este rigor que a mi corazón y a mis principios repugna, no se podría hacer buenos soldados de los americanos”.

Humilde casa

El general cuidaba celosamente las finanzas, según la misma fuente. Su sistema de economía era tan estricto que firmaba de su puño y letra hasta el último papel de la tesorería.

Es verdad que el ejército estaba mal pagado, pero Belgrano “señaló una porción de terreno a cada regimiento; lo cultivaban, todos los cuerpos tenían una huerta abundante, y de este modo, y estableciendo la mesa común entre los jefes y oficiales por cuerpos, todos llenaban sus necesidades y nada les faltaba, porque los frutos que sobraban se vendían en beneficio del cuerpo”.

Residía en la humilde casa que había hecho construir inmediata a La Ciudadela. Según el comerciante José Celedonio Balbín, tenía techo de paja y, por todo mobiliario, “dos bancos de madera, una mesa ordinaria, un catre pequeño de campaña con delgado colchón que siempre estaba doblado”.

Hacía algo de vida social. Iba a las reuniones en las casas de Díaz de la Peña y de Garmendia. Y, como se sabe, era asiduo visitante de la residencia de don Victoriano Helguero y doña María Manuela Liendo. Allí germinó su amorío con Dolores, hija de ese matrimonio, relación de la que nació, en 1819, su hija Manuela Mónica Belgrano.

El coche

Cuenta Balbín que era difícil acompañar a Belgrano por la calle, “porque su andar era casi corriendo”. En cuanto a su apariencia, vestía levita de paño azul, con alamares de seda negra, gorra militar de paño y espada al cinto. Cuando se ponía uniforme completo, usaba “un sombrero ribeteado con un rico galón de oro”, regalo de Iriarte. “Su caballo no tenía más lujo que un gran mandil de paño azul, sin galón alguno, que cubría la silla”.

Había traído a Tucumán un coche inglés: la llamada “volanta”, de dos ruedas, hoy en el Museo de Luján. La manejaba personalmente para pasear, algunas mañanas, con su segundo jefe, el general Francisco Fernández de la Cruz. El carruaje, dice Balbín, “llamaba la atención, porque era la primera vez que se veía en Tucumán”.

Hasta 1819

La permanencia de Belgrano con su fuerza en Tucumán se prolongó hasta comienzos de 1819. Había empezado la guerra civil, y el Directorio llamó al Ejército del Norte al Litoral, para luchar contra los caudillos. Los escuadrones mandados por Juan Bautista Bustos, por Paz y por La Madrid, partieron en diciembre de 1818. El total de la fuerza, con Belgrano al frente, ya estaba en Córdoba en marzo de 1819.

Como es sabido, el general dejaría el mando en manos de Fernández de la Cruz el 11 de setiembre, alegando el pésimo estado de su salud. Regresaría a Tucumán y a su casa de la Ciudadela hasta febrero de 1820. Ese mes se alejó penosamente rumbo a Buenos Aires. Allí dejaría de existir el 20 de junio de 1820.